jueves

No éramos los mismos.

Somos como una obra dividida en dos actos. El primero queda ya lejos, y recordarlo es amargo. Vuelve la opresión en el pecho, el miedo. La sensación de saber que cada palabra, cada sílaba y cada letra eran una tapadera barata que ocultaba, no sin esfuerzo, lo rota que estaba por dentro. Lo rotos que estábamos. Tú siempre parecías estar bien, hasta que te diste cuenta. No sé cuándo se abrieron exactamente tus ojos. No sé qué fue lo que pasó por tu cabeza... Pero pasó. Pasó de estar escondido entre mis lágrimas a situarse dentro de tu pecho... Y tuviste miedo. Sé que tenías miedo porque te sentí llorar. Sentía que cada vez que me adulabas con una ristra de alagos que no quería, algo se quebraba en tu interior. Y no te culpo, yo ya tenía experiencia en el campo y sabía que no era algo fácil de evitar... Y tras nuestros más que estúpidos intentos de sacar algún "te quiero" a flote, no obtuvimos resultado... Y me hundí. Te veía desde las aguas más profundas, me gustaba observar cómo lo intentabas una y otra vez, sin descanso, llenándome de una falsa esperanza. Sin rendirte. Estirabas la mano e intentabas sumergirte en lo más hondo de aquella mierda que me tenía atrapada. Pero ella fue más fuerte. Tampoco recuerdo cuándo decidí que era mejor irme. Supongo que fue en uno de esos largos trayectos de vuelta a casa, en los que pensar en nosotros se antojaba una manía que no era capaz de evitar... Y lloraba. Lloré tantos viajes que ya no recuerdo a qué dolor sabían las lágrimas. No recuerdo qué mentiras inventaría con el increíblemente estúpido plan de salvarte. De salvarte de mí. De mi cabeza. De mis monstruos. Pero fue en vano. Cada uno de mis intentos de alejarte de mi tristeza sólo conseguía atraerte más. Luchabas día y noche por volver a sacarme de mí misma, por revivir las llamas que se habían extinguido entre mis pulmones... Y me dejé llevar. No quería hacerte daño y albergaba la vaga, insolente y egoísta esperanza de conseguir volver a sentir algo. Cualquier cosa me servía. Y no dejaste de luchar. Pero, mi vida, yo ya estaba destrozada. Rota como un juguete viejo y desgastado por el roce de palabras y lágrimas. Desgastado por lo que nos habíamos hecho... Así que dejé de intentarlo. Tanto dolió que no queda lugar en mi cabeza para aquellos días. Sólo recuerdo el momento en que te conté que me iba, que no me esperaras. Yo ya no te necesitaba y tu debías olvidarme. Y con el fin de la primera parte de nuestra vida quiero contarte que te mentí, Javi. Te mentí porque cada noche me sentía fría, y aunque tú nunca te fuiste, sentía la envidia, los celos, la necesidad de que me necesitaras. El ansia de tus palabras cada noche, cada mañana. Las ganas de que fueras solo y completamente mío. Eras una semilla clavada en mi cabeza. Tú. Tú. Tú. ¿Cómo osabas seguir tu vida sin mí? Aunque yo no te necesite. ¿Cómo pretendes superarme tan rápido? Porque sentía que mis recuerdos ya se habían escapado de tu cabeza, y los tuyos, guardados bajo llave entre mis huesos, permanecían abiertos, como una herida nueva, que sangra y no se apaga hasta que la presionas y duele. Eso eras. Una herida profunda. Una herida que supuraba tu nombre... Porque después de todo aquello... Te quería. Y volví. No sin dudas, no sin miedos. Cuántas noches lloramos porque nuestra mísera existencia estaba tan ligada la una a la otra que dolía. Dolía de placer, de felicidad. Dolían las ganas de amarte cada día, porque me estabas volviendo loca. Lo suficientemente loca como para volver a ti con todas las heridas abiertas, con los ojos destrozados y con una mano enorme oprimiéndome el corazón. Con el miedo y la rabia al borde de la garganta, contándome la lengua. Tardamos un tiempo, pero conseguiste que volviera. Era como abrir los ojos en pleno día tras una vida encerrada en la oscuridad. Necesitaba tiempo para adaptarme a ti. A nosotros. A quiénes éramos y hacia dónde íbamos... Y me sorprendió descubrir que éramos extraños. Habíamos cambiado. No éramos los mismos... Éramos mejores. El daño nos había abierto los ojos. La distancia, el miedo, la ausencia, nos habían enseñado que debíamos cuidar del otro aunque fuera algo difícil de superar. Nos enseñaron que éramos fuentes de valor. Que somos capaces de todo y más, porque más es a lo que aspiramos cada día. A veces me hundo, mi vida. A veces te zambulles en mi mente y te pienso. Te pienso, te pienso, te pienso... Y caigo. Pero has aprendido a bucear entre mis aguas. Has aprendido la fuerza con la que debes ayudarme a salir para no lastimarme. Hemos aprendido que la vida sin el otro está vacía. Vacía y muy lejana, porque pase lo que pase...
Pase lo que pase nunca podré zafarme de las llamas que, tras mucho esfuerzo, consigues que me consuman cada vez que, sin pedirtelo, me amas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Aprieta el gatillo.